Por: César Hidalgo Torres
Como
acostumbran los niños, Calixto García había crecido; y ya tenía 16 años y vivía
nuevamente en Holguín porque así lo obligaban las ocupaciones de su madre
comerciante, y asistía a las clases del peninsular Andrés Vals y al colegio de
Enseñanza Superior de los Hermanos Vives.
Su
hijo Carlos García Vélez dejó por escrito que le contaba Calixto que en esos
colegios le escarnecieron las palmas de las manos con un puntero de sabicú,
famoso entre todos los educandos de la ciudad. Aunque él avanzaba en el cálculo
incipiente y la lectura de corrido, los maestros le llamaban aprendiz de
Lucifer. Un día, para molestarlos y para ganar adeptos entre sus compañeros de
clases, bebió Calixto la tinta con que escribía. Los dientes se le
ennegrecieron por días sin que ningún polvo dentífrico lograra blanqueárselos.
Lo curioso es que con la boca así de sucia consiguió la primera sonrisa de una
moza que nunca antes le había dedicado ni un instante de su mirada.
Entonces
ya era visible que como el abuelo paterno, el joven estallaba como si tronara.
Un día discutió con un militar español y la madre se preocupó tanto que decidió
salvarlo de la cárcel y mandó a buscar a su cuñado, Santiago García.
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