Por: César Hidalgo Torres
La
llegada de Santiago García, tío de los niños y hermano del padre de ellos, que
venía del Bayamo, dijeron los mayores, como si fuera ese lugar tan distante
como la China, comenzó varios días antes de verle aparecer.
Por
una semana no tuvieron descanso los tres esclavos domésticos de la familia,
saliendo al amanecer a las afueras del pueblo a apostarse en el camino, a
esperar las carretas cargadas de baúles que venían por delante del que venía
del Bayamo. Y cuando al fin llegó el equipaje, no vino con él el tío que Calixto
y los demás niños apenas conocían y que querían conocer; por él apareció un negro
que Lucía describió como el más grande de los zorros nacido en las inmensidades
del África.
—Es
esa la compañía que busca un hombre como tu hermano Santiago, dijo Lucía al
esposo; de otra forma no podría ser. No quiero a ese negro dentro de mi casa
influyendo a los niños.
Tantos
eran los baúles que antecedieron al tío que la sala amplísima quedó cubierta de
ellos como si en vez de ser lo que eran, fueran una alfombra.
—Dejcuideujté
mi amo don Ramó, que me encargo yo del recién llegado, dijo, diligente, la negra
Ignacia, que revoloteaba por encima del equipaje como una mariposilla del medio
día.
—Tú
aquí donde yo te esté viendo, Ignacia, mandó Lucía.
—Ujté
manda mi ama, aceptó la esclava y las alas las plegó.
…………
Los
niños fueron al patio de la casona, porque en esa época los muchachos no
intercedían en las conversaciones de los mayores, y las mujeres a sus labores,
porque tampoco ellas oían lo que hablaban los hombres. Don Ramón quedó con el
negro que vino por su hermano Santiago.
— Dí dónde quedó mi hermano Santiago,
negro.
— El gusto es mío, don Ramón. Mi
nombre es José María Encarnación de la Caridad.
— Demasiados nombres para un esclavo.
—Se
equivoca usted por segunda vez, señor.
— En qué me equivoco, me aclara usted.
— No soy esclavo de su hermano de
Usted don Santiago, sino su empleado en la tienda del Bayamo.
—Y
si no es esclavo de mi hermano, ¿de quién lo es el señorito?
—Únicamente
de las mujeres con buenas grupas y ubres abundantes. Por una así, don Ramón yo
le juro usted por la Virgen y por el recuerdo de mi madre, que pongo en peligro
mi libertad y la sirvo en todos sus caprichos hasta que la muerte venga y me
lleve al lugar de donde nadie ha vuelto para contar lo que vio allá.
—Demasiado
hablas para decir que te gustan las negras.
— Tercera equivocación suya, y eso que
el día de hoy nada más está comenzando.
—
¿Quiere decir que al caballero también le gustan las blancas?
—Lo
que no tiene nada de extraño sabiendo como sabemos usted y yo que a los blancos
les gustan las negras. Algunas blancas son de muy buen ver, como su señora
esposa, y eso lo digo con el más grande respeto del mundo.
— Si no quieres caminar hasta el
Bayamo, que Lucía jamás te oiga decir una insolencia así.
— Yo sé darme mi lugar ante las damas.
Pero esta es una conversación entre hombres.
— Los hombres no hablan tanto.
— No, si no es de mujeres de lo que
versa la conversada mi querido don Ramón.
— No tienes que decirme que aprendiste
esa frase de mi hermano Santiago.
— Mucho he aprendido de él, su
hermano. Sobre todo a saber que todas las mujeres son lindas, pero no tanto las
de pellejo negro como la retama o las de piel sin color, como las blancas. Las
lindas de verdad son las término medio, ni prietas, prietas, ni blancas,
blancas, sino color hoja de tabaco, como es la piel de la Virgen de la Caridad
que está en su iglesia del Cobre.
— Si te oye Lucía diciendo que ella es
linda se va a ofender menos que si oye eso otro.
— Qué mi señor?
— Que en la imagen de la Virgen lo que
vez es a una mujer.
— Todos los hijos vemos en la madre a
una mujer y de ella nos enamoramos, lo único que a ese amor no se le entiende
así, sino que es veneración.
— Y el señor, que en lugar del
mostrador de la tienda de mi hermano Santiago en el Bayamo debería estar
dictando sabiduría desde una cátedra, me dice ahora cuál fue mi primera equivocación
en esta mañana.
— Llamarme negro sin que sea ese mi
nombre. El suyo es don Ramón y por él siempre lo he llamado. Nunca me ha oído
su mercé dirigirme a usted diciéndole blanco.
— Si me dijera así, no me ofendería.
— Tampoco me deshonraría yo porque me
dijera negro si en la palabra no se agazapara su cuota grande de desprecio.
— Vera usted, don José María
Encarnación de la Caridad, ninguno otro diferente a vuesamercé podría ser la
compañía escogida por mi hermano Santiago.
(…)
En
el interior de la casona, la negra Ignacia y su ama, a la que la esclava le
interrumpe la relectura de la Biblia.
— Señora, mi ama doña Cía, le preparo
pa´ que duerma el ranchito del traspatio a José María Encarnación de la Caridad?
— ¿Y ese quién es?
— Ese negro de pico fino que vino por
delante del hermano de su marido de usté.
— ¿Cómo sabes su nombre?
— Porque dos veces se lo ha dicho
ahoritica mismito a su marío. ¿Ujté no lo oyó?
— No acostumbro a prestar atención a
las conversaciones que no están teniendo conmigo, Ignacia.
— ¿El rancho del traspatio?
— Prepárale el cuarto contiguo al que
va usar don Santiago cuando acabe de llegar.
— ¿Va a dejar al negro adentro de la
casa?
— Esta y todas las otras casas que la
familia posee en la ciudad son de Santiago. ¿Eso tú lo sabes?
— Igualito a que me llamo Ignacia
desde que mi madre me puso ese nombre…
(…)
Carlos
García Vélez, hijo de Calixto, escribió varias veces que se equivocan los que
consideran que el abuelo fue la mayor influencia General. “Al morir don Calixto
García de Luna Izquierdo, mi padre era un niño, por lo que debió ser poco lo
que de él quedó en el nieto”. Y eso es verdad, pero en Madrid, cuando lo
obligaron a vivir allí, Calixto firmó algunos documentos usando el apellido
Luna que nadie en la familia recordaba.
“Quien en verdad influyó a papá, sigue Carlos, fue su tío Santiago, probablemente el más García de todos ellos. Sin embargo, a ese tíola historia lo obvia siempre”.
(…)
“El tío Santiago, que vivía en Bayamo, donde tenía una tienda, era el padrino de mi padre,dijo Carlos. En él, más que en cualquier otro, confiaba mi abuela doña Lucía, y por eso lo escogió para que alejara a mi padre de Holguín cuando hubo falta de que no estuviera más en el pueblo”.
Ignacia
le trae vino a Santiago y a Lucía una champola. Los dos en la sala amplia de la
casa de Holguín.
—No está pobre la familia, dice
Lucía al cuñado. Dinero tenemos para que el mayor de los hijos varones vaya a
estudiar en otro pueblo. Pero creemos que Calixto antes debe aprender viviendo.
— La fama que tengo no es buena para
ser el preceptor de un niño, dice Santiago García.
— Yo no presto atención a las
habladurías de las beatas. Y no te pido que seas el padre de mi hijo. Solo
quiero que lo hagas un hombre.
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